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2022-09-24 02:55:48 By : Mr. Finlay Lin

Hay una pequeña ciudad en el centro de Ucrania que pocos conocen más allá de las fronteras de este país en guerra. Su nombre, Berdichev, no resulta familiar para la mayoría de europeos, pero su historia y presente concentran el alma y el dolor compartido por los pueblos del Viejo Continente. Entre sus colmenas de viviendas soviéticas aguantan todavía bellos edificios del siglo XIX, testigos de un pasado rico en lo cultural y en lo económico. Berdichev fue centro espiritual del judaísmo en Ucrania y cuna de una refinada aristocracia local que vio nacer a dos genios de la literatura como Vasili Grossman y Joseph Conrad. También fue el escenario de las peores atrocidades nazis y de la feroz represión comunista. Hoy vive bajo la amenaza de los misiles rusos.

Suenan las sirenas de alerta ante un posible ataque aéreo y los transeúntes de la calle de Europa prosiguen su camino como si nada sucediera. Han pasado ya semanas desde el inicio de la guerra y los ciudadanos se han acostumbrado a este tétrico sonido, acompañado además por el doblar de las campanas de las iglesias. Las alarmas indican que los radares del Ejército ucranio han detectado actividad aérea del invasor en dirección a la provincia de Yitómir, donde se localiza Berdichev. Pueden ser misiles, drones o aviones. Solo en una ocasión cayeron las bombas sobre el casco urbano de la ciudad.

Los ciudadanos de Berdichev se sienten confiados en los últimos días de marzo y aprovechan cuando sale el sol para pasear por la avenida principal, la dedicada a Europa. En las horas de alarma aérea únicamente se prohíbe el acceso a la plaza frente al ayuntamiento porque es un posible objetivo del enemigo. La sede consistorial es un enorme edificio con dimensiones soviéticas más propias de un ministerio que de un municipio de 75.000 habitantes que dejó atrás su época más gloriosa. A pocos metros del ayuntamiento se encuentra la iglesia de Santa Bárbara. En ella contrajeron matrimonio en 1850 la condesa polaca Éveline Hanska y el escritor francés Honoré de Balzac, uno de los padres de la novela moderna.

La condesa Hanska era una de las muchas admiradoras que tuvo Balzac. Durante dos décadas mantuvieron una relación epistolar que empezó cuando ella era la mujer del conde ucranio Vinceslas Hanski. Cuando este murió, en 1841, los amantes intercalaron estancias por Europa y sobre todo en el palacio que ella había heredado, a 60 kilómetros de Berdichev. Se casaron tan solo tres meses antes de la muerte del escritor. Ella fue posteriormente enterrada junto a él en París y es recordada por ser la destinataria de las Cartas a la extranjera, una recopilación póstuma de las misivas que le escribió él, textos que exponen la capilaridad de los pueblos de Europa. “Piensa que estaré navegando durante quince días por el Mediterráneo”, relataba Balzac en 1838 a su futura esposa, “de allí a Odesa es todo mar, o, como decimos en París, un camino pavimentado. Y de Odesa a Berdichev solo hay un paso”.

En la calle de Europa hay un edificio de oficinas que lleva el nombre de Balzac. Un busto del escritor preside el acceso a los ascensores que llevan al visitante a la sexta planta, donde la familia Dziuba regenta el parque infantil Marioland, una adaptación local del famoso videojuego. La zona de actividades infantiles se ha quedado sin empleadas ni niños, la mayoría se han desplazado a provincias más alejadas del frente o al extranjero. Sí funciona el restaurante, Luigi, que en vez de a familias da de comer a los hombres que se han quedado en la ciudad. Luda Dziuba es la hermana del propietario y durante la guerra se encarga del establecimiento. Dziuba no conocía la historia de amor entre Balzac y Hanska, y que acabaría dando nombre al edificio en el que sirve pizzas y hamburguesas. Admite que poco sabe del pasado de su ciudad en general, pero sí sabe, porque se lo enseñaron en la escuela, que los alemanes masacraron a la población judía local.

Berdichev, como buena parte de Ucrania, fue durante siglos una pieza codiciada por Polonia, Lituania y Rusia. A mediados del siglo XVIII fue la capital económica de los territorios orientales de Polonia, pero fue posiblemente un siglo más tarde, coincidiendo con la efeméride del matrimonio de los Balzac, el momento más dulce de Berdichev. La ciudad era por entonces parte del Imperio ruso. La industria local permitía que floreciera un urbanismo admirado y una sociedad educada. En 1850 se levantó la escuela de música y estudios hebreos de la calle Vinnitska, un elegante edificio de dos plantas, actualmente abandonado, con estucados en la fachada que reproducen el telón de un escenario. Cuando este se construyó había otros 80 centros educativos judíos, hoy solo quedan tres. A finales del siglo XIX, el 80% de la población, más de 55.000 personas, era judía; hoy estos solo son unos 300 vecinos de Berdichev, el 0,4% de la población.

Los pogromos rusos de finales del siglo XIX iniciaron la progresiva desaparición de la sociedad judía de la ciudad. La revolución bolchevique, que a Ucrania llegó en 1920, trajo la represión religiosa, a la que sucedió algo mucho peor, el exterminio nazi. Cuando el escritor Vasili Grossman dejó su Berdichev natal en los años veinte, 30.000 de sus habitantes, “poco más de la mitad del total”, eran judíos. Cuando volvió en 1944 como corresponsal de guerra junto a las tropas soviéticas, liberando el este de Europa en dirección a Berlín, la práctica totalidad habían sido fusilados y enterrados. Grossman descubrió en aquel momento que una de las víctimas era su madre. A ella le dedicó su obra más importante, Vida y destino.

En el número 14 de la calle Shevchenko está la única placa en el espacio público de Berdichev dedicada a uno de sus más insignes hijos, uno de los más importantes narradores en ruso de la segunda mitad del siglo XX. En una casa de dos plantas adyacente a la escuela de medicina, ambas construidas por el tío de Grossman, vivieron el escritor y su madre, donde pasaron sus últimos momentos juntos. Grossman fue un revolucionario convencido al que los crímenes del estalinismo convirtieron en un crítico del régimen comunista. Vida y destino fue prohibida en la Unión Soviética y no fue hasta la década de los ochenta que su maestría empezó a ser reconocida en su propia tierra.

Ninguno de los vecinos o autoridades que entrevistó El País Semanal en Berdichev había leído nada de Grossman. El regreso a la ciudad natal inspira la que fue su última novela, Todo fluye (Galaxia Gutenberg), censurada en la Unión Soviética, pero que en 1970 pudo ser publicada en Europa Occidental. Cuenta la historia de un preso político en Siberia que se beneficia de la excarcelación masiva de víctimas del estalinismo tras la muerte del tirano, en 1953. Iván Grigórievich vuelve a sus raíces para encontrarse con que los suyos le olvidaron: “Había desaparecido de la conciencia de la gente, de sus corazones, ya fueran fríos o ardientes; existía en secreto, y cada vez aparecía con más dificultad en la memoria de aquellos que lo habían conocido”.

Para llegar a la fosa común de Khazhyn hay que recorrer ocho kilómetros de una carretera secundaria controlada por las patrullas de las Fuerzas de Defensa Territorial, la división militar que moviliza a los ciudadanos ucranios armados. En el arcén saltan los cuervos y las palomas, y en los árboles, todavía pelados por el invierno recién finalizado, solo verdean las formas redondas del muérdago. El bosque, poco frondoso y mojado por la lluvia, conduce a un promontorio en el que hay dos estelas conmemorativas: la más reciente fue erguida hace tres años por el Memorial de los Judíos Asesinados en Europa y el Ministerio de Exteriores de Alemania. Incluye información del lugar y de los crímenes allí cometidos. La estela más antigua, de la década de los ochenta, solo indica que se levantó “a la memoria de los ciudadanos soviéticos aquí caídos”.

Un total de 12.000 personas fueron ejecutadas en la fosa de Khazhyn. Donde reposan los restos de los muertos, las autoridades desplegaron recientemente una red de alambre y sobre ella volcaron toneladas de piedras. Genadi Kisluk, presidente de la comunidad judía de Berdichev, explica que cada año había profanaciones por parte de ladrones en busca de joyas y otros objetos de valor.

Kisluk tiene 55 años y nació en Berdichev, como sus padres y sus abuelos. Ellos se salvaron del Holocausto porque antes de la llegada de los alemanes fueron evacuados a Kazajistán. Administra el cementerio judío de Berdichev, uno de los destinos de peregrinaje más importantes de los judíos ortodoxos jasídicos: en él está enterrado el rabino Levi Yitzchok, uno de los líderes del jasidismo en el siglo XVIII. Cien mil de sus fieles procedentes de Israel y Estados Unidos visitan cada año el lugar, pero en esta primavera bajo la sombra de la guerra solo se deja ver algún que otro vecino que pasea a su perro.

Las lápidas más antiguas tienen una forma particular de la región, de la que Kisluk dice no tener explicación. “Las llamamos los zapatos”. Muchas han sido tumbadas por las inclemencias del tiempo, otras fueron vandalizadas. Kisluk comenta que en su camposanto no hay nada financiado por los alemanes, y señala un discreto monumento sufragado por un ruso descendiente de Berdichev. Preguntado por su opinión sobre la invasión rusa, Kisluk responde que él no habla de política: “Los rusos serán siempre bienvenidos en este lugar”. El administrador del camposanto subraya además que durante la Unión Soviética los judíos no tuvieron nunca problemas.

“La frase ‘yo no entro en política’ es la mejor manera de saber que alguien está a favor de Rusia”, afirma Stanislav Shostak, el intérprete de esta publicación en la visita a Berdichev. A Shostak, hijo de un ucranio judío residente en Israel, la reacción de Kisluk le sulfuró. “Mi padre ha roto muchas amistades con rusos israelíes que también le decían que no querían hablar de la guerra porque no entran en política”.

Kisluk es un ejemplo de las estrechas raíces culturales e identitarias que parte de la población ucrania comparte con Rusia. Pero la invasión ejecutada por el Kremlin ha provocado que muchos ucranios renuncien a este legado compartido. La escuela número 8 de Berdichev ha sido habilitada como centro de acogida para desplazados del frente oriental y como punto de distribución de ayuda humanitaria. Las clases se imparten a distancia y el profesorado intercala las horas lectivas frente al ordenador con trabajos de voluntariado, desde cocinar chuletas rebozadas hasta preparar conservas de pepinos, pasando por tejer redes de camuflaje para el Ejército. En las puertas de las aulas hay carteles en tres idiomas que indican las asignaturas que allí se imparten: en ucranio, inglés y hebreo. Pese a que es la lengua materna de un tercio de la población, el ruso se excluyó expresamente de la escuela a raíz de la guerra separatista espoleada por Rusia en 2014 en la región del Donbás.

“Nunca nos hubiéramos imaginado que nos sucedería esto con nuestros vecinos y hermanos Rusia y Bielorrusia”, afirma entre lágrimas la subdirectora de la escuela número 8, Alina Ryzhko. Su llanto se convierte en rabia cuando recuerda a un exalumno recientemente caído en el frente. Para ella, como para millones de ucranios, Rusia es el mal. “Yo tengo amigos en Rusia, mejor dicho, tenía amigos, es muy duro porque apoyan esta guerra”, dice esta maestra. “Rusia había visto muchas cosas en mil años de historia”, anotó Grossman en Todo fluye con un lamento parecido al de Ryzhko: “Durante los años soviéticos el país había sido testigo de victorias militares mundiales, enormes construcciones, ciudades nuevas, presas que detenían el curso del Dniéper y el Volga y canales que unían los mares, la potencia de los tractores, de los rascacielos… La única cosa que Rusia no había visto en mil años era la libertad”.

El Museo de Historia de Berdichev es una humilde colección de objetos variopintos y loas a los personajes más granados de la ciudad. Es un caserón en los terrenos fortificados del convento de las carmelitas descalzas, una comunidad religiosa fundada en el siglo XVII y actualmente compuesta por una docena de monjas polacas. Miles de familias se han refugiado en Polonia durante la guerra gracias a la intercesión de estas religiosas. En el patio de acceso al convento solo dejan verse perros callejeros que esperan a que alguien les dé algo de comida. Buena parte del museo está dedicado a glorias soviéticas, como el teniente general ruso Georgy Petrovsky, que en enero de 1944 comandó una columna de 20 tanques contra el ocupante alemán dentro de la ciudad. Uno de esos blindados, un T-34, preside el homenaje a aquella gesta en una plaza de Berdichev.

Ocho décadas después de que Petrovsky abriera las puertas del municipio a las tropas soviéticas, el museo ha retirado de sus salas las piezas más valiosas y las ha puesto a buen recaudo. La dirección del centro especifica que no se han protegido por miedo a los bombardeos, sino a los posibles saqueos en el caso de que el Ejército de Vladímir Putin acceda a Berdichev. En el acceso principal a la exposición se mantiene un mural con las fotografías de una veintena de soldados de la 26ª Brigada de Artillería, que tiene su cuartel en el municipio: son los fallecidos en la guerra que provocó Rusia en 2014 para separar el Donbás de Ucrania.

John Garrard es uno de los mayores expertos sobre la historia de Berdichev. Este profesor emérito de Estudios Rusos de la Universidad de Arizona ha escrito prolíficamente sobre el pasado judío de la región y sobre Grossman. Garrard recuerda que el eje entre Berdichev y Yitómir, la capital de la provincia, 40 kilómetros al norte, fue el escenario de la victoria más importante de la invasión alemana en la Unión Soviética: fue desde allí desde donde la 11ª División Blindada rodeó Kiev “en cuestión de horas” en septiembre de 1941. “Los soviéticos perdieron 400.000 hombres, asesinados o como prisioneros, en su mayor derrota en la II Guerra Mundial”, dice Garrard, y añade: “Los rusos parecen ignorar su propia historia, su Ejército está actuando como la Wehrmacht alemana, y el Ejército ucranio está en la posición del Ejército Rojo”.

Garrard opina que en un lugar como Berdichev confluyen otras memorias ignoradas. Por ejemplo, la de la población local que colaboró en el exterminio judío, algo de lo que ni se contempla todavía hablar, a diferencia de lo que ha sucedido en otros países europeos como Francia, una actitud heredada de la época soviética. “Cuando el Ejército Rojo retomó la ciudad, el discurso soviético era concentrar las culpas en los alemanes e ignorar la colaboración ucrania. Campesinos ucranios se apoderaron de las propiedades judías, saquearon sus viviendas. Este olvido consciente ha continuado hasta hoy”, opina Garrard. “¿Quién quiere reconocer que sus familias se beneficiaron del asesinato de sus vecinos judíos, o que incluso, en algunos casos, los instigaron?”, plantea.

La inercia soviética también lleva a que la figura de Grossman, voz crítica e incisiva sobre los crímenes contra los judíos, continúe en un segundo plano, valora Garrard: “El nombre de Grossman fue rehabilitado en la década de los ochenta, después del agujero negro que fue la Unión Soviética, pero su trabajo sobre el Holocausto, que trata igualmente sobre el doloroso y desconocido papel del colaboracionismo ucranio, continúa reprimido”.

Vasili Grossman escribió en Todo fluye algunas de sus reflexiones más celebradas sobre la voluntad del individuo de prevalecer, la misma que le llevó al ostracismo: “Por enormes que sean los rascacielos y potentes los cañones, por ilimitado que sea el poder del Estado e imponentes los imperios, todo eso no es más que humo y niebla que desaparecerá. Lo que permanece, se desarrolla y vive es solo una verdadera fuerza, que consiste en una sola cosa, la libertad. Vivir significa ser un hombre libre”.

Joseph Conrad, hijo de Berdichev, también quiso ser libre para seguir su propio camino. A él se le dedica otro espacio expositivo en las dependencias del convento de las carmelitas, financiado con capital polaco. Józef Teodor Konrad nació en 1857 en el seno de una familia latifundista de la minoría polaca local. Como recogió John Stape en su biografía The Several Lives of Joseph Conrad (Penguin), el mismo Conrad había admitido que Berdichev, “un lugar tan remoto” de Inglaterra, su país de adopción, parecía “un punto de inicio imposible” en su biografía. La familia Konrad se trasladó de Berdichev a Varsovia cuando el pequeño Józef solo tenía tres años. El padre era un activo opositor al imperialismo ruso, defensor de la independencia polaca. Fue deportado a Siberia. La madre murió cuando el pequeño tenía 9 años, y el padre, cuando contaba 11. Cuidó de él un tío, pero pronto, de adolescente, empezó a labrarse su perfil de aventurero que a los 21 años le llevó a Inglaterra.

Conrad, como Balzac, conectaría a Berdichev con la Europa Occidental. Uno en francés y el otro inglés, el primero desde el territorio del realismo y el segundo marcado por el romanticismo, ambos autores se aproximarían a algunos de los aspectos más duros de la condición humana. La obra más reconocida de Conrad, El corazón de las tinieblas, aporta párrafos que suenan como el eco de una violencia común y atávica, sea en el río Congo del libro o en los campos de cereales de la Ucrania occidental: “De cuando en cuando se ve un campamento militar perdido en la selva, como una aguja en medio de un pajar; frío, niebla, tempestades, enfermedad, exilio y muerte, la muerte acechando en el aire, en el agua y entre los matorrales”.

Escribe en EL PAÍS desde 2014. Licenciado en Periodismo y diplomado en Filosofía, ha ejercido su profesión desde 1998. Fue corresponsal del diario Avui en Berlín y posteriormente en Pekín. Es autor de tres libros de no ficción y de dos novelas. En 2011 recibió el premio Josep Pla de narrativa.

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