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El economista ambiental, ensayista y experto en temas de cambio climático y transición energética Antxon Olabe publica este miércoles 7 de septiembre su libro Necesidad de una política de la Tierra, en el que aborda una problemática mundial: la crisis del cambio climático y las consecuencias devastadoras que está teniendo en nuestro planeta.
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Adelantamos uno de sus capítulos, titulado 'Política de la Tierra':
“Debemos tener en cuenta que la biosfera tardó tres mil ochocientos millones de años en construir el hermoso mundo que hemos heredado. Solo conocemos una parte de la complejidad de sus especies y del modo en que trabajan juntas para crear el equilibrio sostenible que acabamos de empezar a comprender. Nos guste o no, estemos o no preparados, somos la mente y los guardianes del mundo vivo. Nuestro futuro final depende de que entendamos esto”.
Edward O. Wilson, Medio planeta. La lucha por las tierras salvajes en la era de la sexta extinción.
Hemos de pensar el siglo XXI a la luz de la emergencia climática y el creciente colapso de la biosfera. Vista desde nuestra tradición filosófica y moral, la respuesta a la actual emergencia climática y ecológica habría de encontrar sus raíces y su fuerza en el legado de la razón crítica, el conocimiento científico, el compromiso con la justicia como igualdad (también entre generaciones) y la participación activa de la ciudadanía en la esfera pública. La tradición de la que somos herederos no es un saber fosilizado, sino un compromiso con la construcción de una sociedad más justa, basada en la participación discursiva y socrática de una ciudadanía libre en una democracia siempre en proceso de mejora y que precisa, como condición necesaria para su perdurabilidad, la preservación de los procesos de la vida.
Es preciso actualizar el legado de nuestra tradición para sentar sobre bases firmes la respuesta a esta encrucijada. Precisamos conceptos y categorías adecuados con los que pensar los desafíos decisivos del siglo XXI, dado que las razones últimas de la desestabilización climática y ecológica reflejan un estar-en-el-mundo propio de una civilización que ha concebido su relación con la naturaleza en términos de dominación y depredación, en lugar de preservación, cuidado e interdependencia. Se trata de un molde cultural que, si bien está arraigado en la lejana antigüedad, quedó fraguado en los albores de la primera modernidad, sobre todo a partir de la formulación propuesta por Francis Bacon.
Cuatro siglos después y a la vista de la desestabilización de funciones esenciales del sistema Tierra como el clima, la salud de los océanos o la diversidad biológica, la opción sensata e inteligente es aprender de los excesos, corregir el rumbo. En ese sentido, una «segunda modernidad» habría de incluir una comprensión renovada sobre las relaciones entre los seres humanos y la Tierra, integrando en el modelo de desarrollo económico el paradigma de los límites ecológicos planetarios. La crisis climática y el creciente colapso de la diversidad biológica demandan la cesura simbólica de una era ecológicamente autodestructiva.
Las generaciones actuales somos depositarias de un formidable legado de vida transmitido por numerosas generaciones de antepasados y tenemos la responsabilidad de entregarlo a quienes nos han de suceder. En la estela de filósofos como John Rawls y Jürgen Habermas no se trata tanto de descubrir sino de construir socialmente nuevos códigos de justicia y equidad con los que proteger a las personas jóvenes y a las generaciones venideras, a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos. Formulado en otros términos, la interdependencia fuerte entre generaciones exige reformular el modelo tradicional de contrato social. El propio Rawls matizó su Teoría de la Justicia para acomodar el dilema planteado por la relación justa entre generaciones. En su última formulación (Justicia como equidad, 2012), invoca la posición original estipulando que «las diferentes partes habrían de escoger aquellos principios que ellas hubiesen preferido que hubiesen sido aplicados por las generaciones precedentes». Un velo de la ignorancia intergeneracional por el que cada generación se compromete a respetar aquellos principios de sostenibilidad que le gustaría ver cumplidos por sus predecesores. En definitiva, un pacto de justicia entre generaciones.
Somos seres biológicos en un mundo ecológico. La pandemia de la COVID-19 ha sido el suceso singular más disruptivo a nivel global desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial. En un momento dado, más de cuatro mil millones de seres humanos se vieron afectados por distintos niveles de confinamiento y restricción. Un «simple virus» nos ha recordado de manera abrupta nuestra interdependencia con el medio natural, así como la vulnerabilidad de nuestros sistemas de salud y de nuestras economías.
Por ello, la respuesta a la desestabilización del clima habría de concebirse como parte de una metamorfosis más amplia, una transformación en la manera de concebir y desarrollar las relaciones entre la economía, la ecología y la sociedad. Se la puede denominar transición ecológica global. En la medida en que precisará incorporar elementos sociales, culturales, de estilos de vida, jurídicos, filosóficos, espirituales, además de económicos y tecnológicos, cabría también denominarla emergente civilización ecológica global, dando por bueno un concepto procedente de la cultura china. En todo caso, habría de apoyarse sobre una comprensión renovada entre los seres humanos y el sistema Tierra. En términos de la Ecología científica y siguiendo a Eugene Odum, se trata de transitar desde una etapa inmadura de dominación y destrucción del medio natural a una etapa madura de preservación y protección del ecosistema global (límites ecológicos planetarios) como condición ineludible para garantizar nuestra supervivencia y bienestar a largo plazo.
Tras medio siglo de experiencia, debemos reconocer que el sistema internacional de protección ecológica de la Tierra está fallando. A pesar de los informes científicos, las iniciativas dirigidas a mejorar la gobernanza global no han prosperado
La apropiación agresiva del medio natural no es inevitable, no estamos abocados a destruir el tejido de la biosfera y socavar los cimientos que han permitido la aventura humana. No será fácil. Evolutivamente nos hemos multiplicado y hemos prosperado enfocados hacia problemas que surgen en nuestro entorno más cercano y que nos atañen de forma directa y personal a corto plazo. Sin embargo, aprendemos culturalmente a partir de nuestra interacción con el medio. Y la destrucción de la diversidad biológica ha sido, junto a la crisis climática, nuestro mayor error como especie. Ambas son las vigas maestras que sostienen el funcionamiento de la biosfera. No es razonable pensar que podamos abocarlas a una desestabilización profunda y no sufrir las consecuencias. Hemos de despertar a esa realidad inexorable antes de que sea demasiado tarde.
En ese sentido, el objetivo fundamental de una política de la Tierra debería ser reconducir de manera urgente la trayectoria del sistema climático hacia lo que las Ciencias de la Tierra denominan un valle de estabilidad, evitando que se adentre en una dinámica de retroalimentación positiva que pueda llevarlo fuera de control. Ello requerirá una permanente observación científica y un sistema de gobernanza en un nivel de inteligencia organizada y con capacidad de decisión superior al actual. Se precisarán muchas décadas antes de que podamos considerar que la desestabilización ha quedado reconducida. En verdad, no se logrará antes de que la concentración de CO2 en la atmósfera descienda y se estabilice por debajo de las 350 partes por millón. El camino hacia la neutralidad es preciso recorrerlo de manera cooperativa y solidaria entre países y sociedades, y se irá desplegando a medida que se desarrolle un amplio proceso de aprendizaje social. En otras palabras, el concepto “política de la Tierra” pretende desplazar el centro de gravedad desde aquello que nos separa hacia aquello que nos une como seres humanos que enfrentan juntos una amenaza existencial.
Abrir la Constitución
Tras medio siglo de experiencia, debemos reconocer que el sistema internacional de protección ecológica de la Tierra está fallando. Y lo que es peor, a pesar de los informes científicos que han documentado el deterioro de la situación planetaria, las iniciativas dirigidas a mejorar la gobernanza global no han prosperado. Las inercias burocráticas del sistema de organizaciones de las Naciones Unidas, por un lado, y el bloqueo por parte de Estados partidarios de mantener el actual statu quo ambiental por otro, han impedido todo avance relevante en esa dirección. Así, la propuesta defendida por más de cincuenta países, entre ellos la Unión Europea y todos sus Estados miembros, de crear una Organización Mundial del Medio Ambiente, equivalente a la Organización Mundial de la Salud, no ha encontrado apoyo suficiente en las Naciones Unidas. Lo mismo ha sucedido con la mencionada propuesta del Pacto Mundial por el Medio Ambiente.
Hoy en día, nos encontramos en una situación de emergencia climática y colapso creciente de la diversidad biológica como consecuencia de que el sistema normativo y de gobernanza internacional no está suficientemente afianzado. Como dijo Stephen Hawking, vivimos el tiempo más peligroso (para nosotros) en la historia de nuestro planeta. Asumir esa realidad habría de ser el punto de partida para pensar el siglo XXI y mejorar el modelo de gobernanza de los bienes comunes de la humanidad, empezando por la preservación del clima de la Tierra.
En ese sentido, alrededor de ciento cincuenta y cinco Estados recogen en sus constituciones o en otros instrumentos normativos de relevancia el derecho de los seres humanos a disfrutar de un medio ambiente adecuado. Además, ese derecho se evoca en declaraciones internacionales no vinculantes como la Declaración de Estocolmo y la Declaración de Río. Asimismo, aun cuando el derecho a un medio ambiente saludable no figura de manera explícita en el Convenio Europeo de Derechos Humanos aprobado en 1950 (en esa fecha no habían surgido aún los problemas ambientales globales, lo harían a partir de los años sesenta), el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha favorecido una comprensión dinámica del Convenio, interpretándolo frecuentemente en términos favorables a la protección ambiental.
Deberían abrirse las constituciones y otras cartas magnas para incluir [...] la obligación de los poderes públicos de velar por el derecho de las personas jóvenes a verse libres de la amenaza existencial que representa la crisis climática
A ello hay que añadir que, en los últimos años, los tribunales de justicia de diferentes países (Francia, Holanda, Alemania…) han sentado jurisprudencia sobre la obligación de los gobiernos de preservar de manera más eficaz los derechos de las personas jóvenes a ver su futuro climático protegido y, en algunos casos, incluso han obligado a multinacionales energéticas a responsabilizarse de objetivos ambiciosos de mitigación de sus emisiones. Esa implicación debería ir madurando hacia una transformación de mayor calado normativo, que habría de ser recogida en la Constitución.
Y es que nos hemos adentrado en un tiempo en el que se hace necesario ampliar los códigos de responsabilidad, integrando en nuestro horizonte de decisión de forma más explícita la preservación del legado transmitido a los jóvenes y a las generaciones venideras. Por ello, deberían abrirse las constituciones y otras cartas magnas para incluir, tras un amplio debate ciudadano, la obligación de los poderes públicos de velar por el derecho de las personas jóvenes a verse libres de la amenaza existencial que representa la crisis climática. Un mandato constitucional que en los Estados miembros de la Unión Europea podría formularse al amparo de la declaración de emergencia climática aprobada por el Parlamento Europeo en noviembre de 2019.
La Unión Europea ha sido la primera institución que ha hecho hincapié en sus tratados en la responsabilidad hacia los bienes comunes de la humanidad. Esa responsabilidad figura en el centro de su proyecto político y de su comprensión como actor global. De esa manera, Europa ha conectado con lo más valioso del legado de la Ilustración, aquello que el tiempo ha sedimentado como su núcleo orientador de sentido: la confianza en el uso de la razón, la labor de guía otorgada a la ciencia y un aliento de vocación universal. Hoy en día, ese legado cosmopolita habría de actualizarse adoptando una visión y una tarea a la altura de lo que ha sido la contribución europea a la historia de las ideas, la ciencia y la cultura.
Desde hace cinco siglos, Europa se ha construido y definido en relación abierta con el mundo. La Europa heredera del humanismo renacentista, la revolución científica, el espíritu de la Ilustración, el proyecto filosófico de la modernidad y la declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, habría de dotarse de un proyecto de largo alcance espacial y temporal capaz de otorgarle un sentido profundo al proyecto de la Unión Europea, más allá de la satisfacción de los intereses materiales de sus ciudadanos. Europa habría de hacer suya una gran causa de alcance universal, como dijo Tocqueville refiriéndose al legado de la Revolución francesa. Una causa que pueda ser percibida por la ciudadanía como la sustancia política y moral de nuestro estar en el mundo. Se debería articular un proyecto integral que, con humildad, aliente la esperanza y la confianza de que sabremos y podremos reconducir la situación. A la ciudadanía, a los Estados nacionales y a las instituciones comunitarias nos corresponde asumir la iniciativa ante el desafío definidor de nuestro tiempo: la amenaza existencial del cambio climático y la crisis ecológica global.
En este momento de crisis climática y ecológica de alcance planetario, el despertar geopolítico de Europa no debería entrar en contradicción con su papel equilibrador y moderador en la esfera internacional, y menos con su liderazgo ante la crisis climática. Además de improductivo no sería justo. Como escribió Ulrich Beck, el software de la modernidad tecnoindustrial que Occidente ha exportado al resto de los países en los últimos doscientos años y que ha conducido, junto a numerosos y notables progresos, a la actual situación de crisis ecológica y climática, ha sido en gran medida una creación europea.
La Europa comunitaria de cuatrocientos cincuenta millones de ciudadanos está en condiciones de presentar al resto de la comunidad internacional un compromiso integral dirigido a reconducir la emergencia climática, convirtiéndolo en el eje central de su proyección exterior. Construyendo sobre el corpus ambiental generado en los últimos cincuenta años, consolidando el liderazgo climático de las tres últimas décadas y profundizando en el proyecto estratégico del Pacto Verde, la Unión Europea debería demandar apoyo a la ciudadanía para hacer de la preservación de los sistemas vitales de la Tierra y de la respuesta a la desestabilización del clima el núcleo de su proyección global.
En los tiempos actuales en los que la dinámica ecológica y climática podría escapar a todo control, es más necesario que nunca dar un paso al frente, afirmar nuestra presencia responsable y no dejarnos llevar por esa deriva autodestructiva. En definitiva, Europa habría de crear los conceptos y la narrativa con los que tejer los mimbres de una transformación profunda en las relaciones entre economía, ecología y sociedad, haciendo de ello su propósito político definidor. Una causa de alcance universal, una política de la Tierra, que sea nuestra contribución más perdurable a la aventura humana.
La ciencia ha realizado la aportación crucial a la hora de explicar las causas de la crisis climática, sus consecuencias y su dinámica. Ahora bien, la respuesta pertenece a un ámbito diferente.
Hace referencia a qué sociedad queremos, sobre qué valores aspiramos a construirla, en qué lugar situamos conceptos como justicia y equidad, qué mundo queremos legar a nuestros jóvenes, a nuestros hijos y a las generaciones venideras, qué importancia otorgamos a que desaparezcan cientos de miles de especies biológicas que comparten con nosotros la Tierra. En otras palabras, afecta al núcleo político y moral de nuestra sociedad, a nuestros valores como comunidad de hombres y mujeres libres que no sólo viven juntos, sino que comparten un destino común, es decir, a los fundamentos de justicia y equidad en los que se basan nuestras sociedades democráticas.
Por ello, la respuesta a la emergencia climática planetaria es la lucha decisiva de nuestro tiempo, la que definirá a nuestra generación como la respuesta a los totalitarismos definió el siglo XX (Tony Judt). Pertenece al linaje de las grandes movilizaciones políticas y sociales que tuvieron lugar en los últimos trescientos años, tales como la prohibición de la esclavitud, la conquista de las libertades y la democracia, la desaparición de los imperios coloniales, la carta de los derechos humanos, la lucha contra el racismo y por los derechos civiles, la construcción del Estado social europeo, los históricos logros de la igualdad de género...
Esas transformaciones se libraron y en buena medida ganaron, al menos en ciertas partes del mundo, porque fueron capaces de generar una respuesta moral entre amplias mayorías sociales, ya que sentían que afectaba a su sentido básico de la justicia y la igualdad. Por ello, se equivocan quienes tratan de acotar la respuesta a la crisis climática al ámbito instrumental de la tecnología y/o la economía. Las transformaciones energéticas y tecnológicas son imprescindibles. Mediante ellas es como se materializará el cambio. Ahora bien, para lograrlo es necesario que una mayoría social acepte que la emergencia climática afecta a valores básicos que dan sentido a sus vidas.
El mensaje es claro: no podemos permitir que nuestros jóvenes, nuestros hijos y las generaciones venideras hereden un mundo climáticamente devastado. Los gobiernos de las naciones tienen el deber de preservar el clima de la Tierra, ya que, como representantes de los intereses de la sociedad, no pueden permanecer impasibles ante su deterioro irreversible. El objetivo de 1,5 grados es irrenunciable. El día de mañana se juzgará a nuestra generación por la actitud con la que afrontamos esta amenaza existencial. Si la comunidad internacional no es capaz de reconducir la crisis del clima, el futuro que entregaremos a los jóvenes y a las generaciones venideras será «un mundo en llamas». No lo podemos aceptar. Esta es la lucha decisiva de nuestro tiempo.
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